Del atentado a la pandemia

12.05.2020

Hoy me he levantado en desequilibrio, recordando aquél 22 de marzo de 2016 en la capital de la Unión Europea, invadida por la incertidumbre.

Ese martes volvía de Bruselas, después de un viaje que me cambió la percepción del mundo. Iba muy justa de tiempo, y entre terminales del aeropuerto de Zaventem trataba de chequear lo que llevaba encima, asegurándome de no perder ni un minuto de más en el control. 

Llegaba tarde, sí, pero aún no había decidido empezar a correr. Mientras me dirigía a la puerta A noté tensión, ajetreo entre una masa de gente estresada y desconfiada. Y todas estas sensaciones se vieron confirmadas segundos después, cuando un perro policía hincó el hocico hasta lo más hondo de una papelera de reciclaje, y el policía tirando de él desapareció. Fue entonces cuando arranqué a correr.

Al final de ese pasillo había que pasar el control automatizado de la tarjeta de embarque, pero a las puertas de escanearlo, todo estalló. Sentí ese pitido en el oído de las películas, cómo estallaban los cristales de las ventanas y cómo parte del techo caía sobre nosotros. Fue dentro de esa polvorienta realidad donde sentí, fuera de todo mi control, que las balas de una ametralladora iban a atravesarme más de una vez. 

Por suerte, su plan falló, pero el pánico empezó a extenderse. La masa de gente empezó a aplastarme contra las puertas de metacrilato, hasta que mi compañero pudo pasarme el móvil y conseguí escanearlo. Durante todo ese tiempo, las azafatas, al otro lado de las puertas, quedaron paralizadas. Y como si de los juegos del hambre se tratase, nadie abrió las puertas. 

Fue, literalmente, un "sálvese quien pueda".

Al traspasar las puertas "filtradoras" de pasajeros, nos dirigimos al control de seguridad. Había maletas ajenas abandonadas por todos lados, y nadie se acercaba a ellas por miedo a que también estallaran, como si hubiesen sido colocadas de forma estratégica. 

El arco de seguridad no estaba habilitado, invitándonos a quedar acorralados. En ese momento se había activado el protocolo antiterrorista.


Tras minutos de inquietud y desconfianza, nos dirigieron a las escaleras de emergencia. Era un bloque de hormigón armado, con un acceso de techos bajos, que daba toda la sensación de ser el lugar idóneo para quedar sepultados entre escombros.

Finalmente, pudimos acceder a las pistas, donde dos horas más tarde llegó la noticia de que había explotado otra bomba en el tren. Fue allí donde llamé a mi madre y cuando me sorprendí a mí misma. A pesar de lo ocurrido, transmitía una tranquilidad abrumadora contando los hechos. 

Unas 4 horas más tarde, los servicios de emergencias movilizados empezaron a ser efectivos, repartiendo mantas y víveres. Pasado el mediodía, empezaron a llegar autobuses que no sabíamos adónde iban, y realmente tuve la sensación de estar inmersa en una historia del siglo anterior...

Subimos a uno de los autobuses y bajamos en un polideportivo que estaban habilitando en tiempo récord. Me tumbé sobre unos cartones que había en el suelo, y sin poder cerrar los ojos, dirigía impasible la mirada a las viejas vigas de metal del techo, sonriéndole a la nada e intentando asimilar qué se yo. 

La población se movilizó de una forma sorprendente. Aparecieron decenas de voluntarios, los cocineros que nos traían fina vichyssoise para comer y los adolescentes bombones de chocolate de colores. Fue, desde luego, una lección de colectividad e implicación. De juntos sí podemos.

A las 5 de la tarde, cuando ya no podía más y no recibía garantías de nada ni nadie, habilitaron un tren hacia el norte del país y me embarqué. El miedo seguía en mí, pero con el cansancio se conseguía difuminar. Mi consuelo era tener un sitio al que ir y a alguien esperándome para rodearme con sus brazos y tranquilizarme cuando me despertaba en mitad de la noche.

Eso ocurría un martes, y no fue hasta el viernes cuando pude coger un avión de vuelta a Barcelona por un precio desorbitado. No solo nos habían dejado tirados, sino que encima teníamos que apechugar con la inflada oferta aérea.

Cuatro años después, seguimos inmersos en la incertidumbre, esta vez provocada por un virus y de forma globalizada. Y no es algo que se sienta en unos pocos segundos, sino que lo llevamos sufriendo semanas.

Muchas veces asociamos un cambio radical de vida a un shock realmente fugaz, como un accidente de tráfico, un infarto o una explosión. Pero ahora el mundo se ha parado y nos está dando la oportunidad de poder reflexionar, en la calma: quiénes queremos ser, adónde queremos llegar y de qué manera. 

Yo elijo optimizar, desarrollar y aplicar la gestión sostenible de nuestros mares y costas desde la oceanografía, las imágenes satélite y la participación pública. Elijo ayudar y configurar mi existencia hacia la adaptación del nuevo cambio, sumarme al grito de la rebeldía. Por nuestros océanos, porque no merecen ese trato, pero en definitiva por y para las personas.

Que el cambio climático sigue ahí, que el desarrollo exponencial de actividades en el mar está ahí, que nuestra economía sigue basándose en un turismo masivo y que seguimos esquilmando el mar. 

Que nuestra forma de vivir NO ES SOSTENIBLE y que la concepción de llegar a lo más alto es una ilusión creada por unos pocos títeres del sistema.

Florecer de las malas experiencias, aprender y transformarnos como sociedad es un propósito global, pero requiere de la conciencia individual.



Vivir con miedo no es una opción

pero autodestruirnos tampoco lo es.

© 2023 Maria del Mar Roca Mora, 46113, Valencia
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